La periodista y escritora Amaya García se fue de la isla el año pasado para dar clases de inglés en España, otro de sus viajes. Desde allí ha comenzado a compartir reflexiones y experiencias en un blog que titula Viajera sin idea. La siguiente es una de las crónicas que podrán leer allí.
Caminaba por la Avenida Aliados como si la conociera de veras, y ella me conociera a mí. No era la primera vez que ella sentía mis pisadas, ni la primera vez que yo la miraba de abajo para arriba. Siempre con admiración a su belleza, sin pretensiones de más. Era de noche, me dolían los pies y los muslos de tanto andar y correr en los días anteriores. Primero en guagua, luego en tren, a pie, en bicicleta, con tenis, con botas… no había parado en las últimas 48 horas.
No había parado, y sabía que era por algo. Una vez me detuve a tomar un respiro del aire portuense, no pude evitar dejarme sentir lo que sentía desde hace un tiempo –esa soledad que había negado por meses. Todo esto era una aventura, y nunca me había dado el tiempo para cogerme pena… excepto ahora, en la ciudad mas bella del mundo. No entendí muy bien por qué escogí este momento para hacerlo.
Al contrario de los anteriores, este viaje tenía un propósito. Estaba organizado desde hace meses y todo giraba alrededor de dos horas de concierto un viernes en la noche en el Hard Club. Desde hace años soñaba con el momento en que pudiera ver a Mark Lanegan en vivo, y oraba para que ni se le fuera la voz ni se muriera antes de tiempo. Aunque si había salido triunfador del desbarajuste del grunge en los ’90, no sé por qué me preocupaba mucho.
La primera vez que lo escuche de veras, y no como música de fondo, estaba secuestrada en mi propia cama gracias a una lesión de la espalda. Sin poder caminar, sin poder mover bien el cuello, su voz me ofreció algun tipo de confort extraño; un confort que, a través de los años, buscaría en la música de Lanegan una y otra vez. Las pastillas para el dolor que me recetaron los doctores canadienses me causaban paranoia en las noches, a veces escuchaba cosas sin saber por qué, pero, extrañamente, Lanegan me acompañaba… como si estuviera cantándome nanas.
If you could find an easier road
you’d take it today
You could have taken me anywhere,
you just take it away

Banderas portuguesas
Tiendo a ser celosa con mi música, pero esa noche le perdoné sus gustos a los que nos apretujamos en la pequeña sala de conciertos. Teníamos todos algo en común: Mark Lanegan. Cuando subió al escenario todos dejaron de hablar. No dijo ni una palabra, solo rompió a cantar. Su disco nuevo –que francamente pasó por debajo de mi radar por ser uno de sus trabajos average— no tocó mucho pito en el asunto, para darle espacio a brillar a algunas de sus obras maestras. Se repartió los dos sets entre las canciones mas crudas y narcóticas de Bubblegum y Blues Funeral, como “Hit the City”, “Methamphetamine Blues”, “One Hundred Days”, “Quiver Syndrome”, et.al. Su voz, cada vez más ronca, ya no da más que para el blues –y la verdad le sienta muy bien. Las historias que cuenta no merecen menos que unos acordes bien sufridos, pero bien ejecutados.
Yo estaba deseosa de escuchar “Methamphetamine Blues” en vivo a ver si era verdad que todo el dolor, la decadencia y la comedia irónica de la historia se siente en su voz, y no me decepcionó. No pude evitar sentir un poco de siniestro al escucharnos a todos corear la canción palabra por palabra, hasta el “I’ll do it, daddy” de Molly McGuire, porque apuesto a que muy pocos realmente habíamos estado ahí –in the thick of it– y él sí.
Keep your eyes wide open
and a shotgun loaded
‘cause I don’t want to leave this heaven so soon
Rolling just to keep on rolling
El poder de Lanegan nunca ha estado en su habilidad como cuentista –raconteur– pero esas líneas se las creo todas. Hasta en sus canciones más emocionantes y upbeat como “Quiver Syndrome”, siempre está esta corriente que, escuchándolo allí, se notaba más que nunca: esta idea del hombre que camina solo, aunque esté rodeado por una muchedumbre.
El concierto terminó con mas que un “Thank You” de parte de Lanegan. No necesitabamos mas nada, porque lo dio todo con esa pinta de cansancio que unas horas de sueño no quitan. El hombre se parece a su música, o al menos a lo que me imaginaría que la personificación de sus canciones sería.
Al terminar la función los organizadores anunciaron una firma de autógrafos por parte de Lanegan en la salida. Yo entré en pánico inmediato, pero menos porque lo iba a conocer y más porque en realidad no sabía si realmente quería conocerlo. Ya tenía una imagen muy fija de Mark Lanegan en mi cabeza, y la verdad no sabía si quería que la realidad me la estropeara. Al final, me la dejé estropear, y frente a mí, vinilo en mano, encontré un hombre mas pálido de lo que pensaba, definitivamente cansado –y lo digo sin sarcasmos, no me puedo imaginar presentar el mismo show en mil ciudades– sin una pizca de emoción en su cara.

Perto de Sao Bento
Sin más bombos ni platillos, la noche terminó, y me encontré caminando sola hacia el hostal, vinilo autografiado en mano. Luego de una experiencia que oscilaba entre lo increíble y lo decepcionante, solo te queda el hecho de que quizás jamas te sentirás igual. O al menos te tomará un tiempo recobrar tu fantasía musical para volver a escuchar la música de la misma manera. Una vez se está así de envuelto, separar el arte de su creador es un poco difícil, pero no imposible. No hay resentimientos, Mark. Eres humano, como todos los demás.